Mis padres han vendido su casa. La que compraron cuando decidieron que la mejor ciudad para criar a sus hijos era Sevilla por todo lo que ofrecía en el final de franquismo. La que compraron con su trabajo, sin ayuda de nadie. Y que fueron mejorando con esfuerzo.
En un edificio donde hicieron sus amigos para toda la vida. Amigas que te llenaban de postres el día de tu cumpleaños; nunca he probado nada igual a ese tocinillo de Alejandra o al arroz con leche de Conchita o las natillas de la recordada Paula… y vecinos con los que organizaban cenas de 30 y 40 personas en las que solo se oía reír. Los que te enseñaron a bailar sevillanas o te siguen compartiendo un décimo de lotería.
Sus vecinos a los que le vendíamos fino CB de Alvear que embotellábamos en la cocina. O queso traído de Holanda por cuñas. A los que se le regalaba dulce de membrillo cuando llegaba el tiempo o te subían unos langostinos que acababan de traer de Sanlucar.
La que fue la primera casa del bloque con televisión en color y en la que guardábamos Winston en cantidades a día de hoy seguramente ilegales.
Donde Pedro el portero te invitaba todos los años a una “pará” de Espartinas camino del Rocío. Y en la que ir a comer a la feria era algo más que una tradición.
La casa desde la que salió mi hermana para casarse solo dos meses después de que su yerno les diese la noticia sin saber que se lo decía. Donde vinieron sus hermanas (¡ay sus hermanas!) a pasar más de una feria o un Sicab. Desde la que se veían los pisos rojos, los militares o construir la Consejería de agricultura.
Donde me dejé las rodillas jugando al fútbol mientras nos cantaban los resultados del Betis desde la ventana. O donde aprendí a montar en bici y a llenar mi cabeza de sueños e ilusiones entre coches de miniatura y fotos de Semana Santa.
En definitiva, casi 50 años de vida, de su vida, de nuestra vida, que mi padre se lleva guardados en cajas de cartas y en álbumes de fotos. Mi madre, por desgracia, hace tiempo que dejó de guardar sus recuerdos…
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